Pedro Cánovas Marín es historia viva del santuario de La Santa. Recuerdos de más de tres décadas custodiando La Santa

Pedro Cánovas Marín es historia viva del santuario de La Santa. Recuerdos de más de tres décadas custodiando La Santa

Durante más de tres décadas ejerció como santero, un oficio que desempeñó con dedicación y cariño.

Pedro nació en Totana hace 74 años en la zona de los huertos. Su padre era agricultor y trabajaba cuidando una finca y él desde bien pequeño contribuyó en las labores agrícolas.

Tras cumplir el servicio militar, casarse con su novia y formar su propia familia, se enteró de que buscaban sustituto para el santero de la época, ya que éste iba a dejar el oficio por enfermedad.

Entre todos los candidatos, Pedro obtuvo el trabajo, que llevaba aparejado que toda la familia debía trasladarse a vivir a La Santa para que él pudiera desempeñar sus tareas. De hecho, recuerda que el pequeño de sus hijos varones cumplió ya en la ermita los 3 años.

En 1975 comenzó a ejercer como santero, cargo que ocupó hasta que se jubiló, hace ahora nueve años. Cuando comenzó a trabajar era alcalde Gregorio Crespo, el párroco era Domingo López Marín y el mayordomo Julián Cánovas Martínez.

Recuerda las palabras que le dirigió cuando comenzó a laborar este último, quien le comentó que su oficio era como llevar su propia casa y que lo que no hiciera un día se le acumularía para el siguiente. Un consejo que Pedro llevó a rajatabla intentando tener todo siempre bien cuidado y al día.

Sus funciones pasaban, básicamente, por atender la ermita de Santa Eulalia, cuidar tres  cipreses que había en las inmediaciones, mantener limpia y en perfectas condiciones la iglesia, las casas de La Santa, el monte, los olivos y en definitiva, todo el territorio desde el huerto del Cura chico hasta La Santa. El huerto que antaño existía también estaba a su cargo, y en él recuerda que se cultivaban todo tipo de productos: lechugas, judías, pepinos...

Sin duda un arduo trabajo, para el que afortunadamente contaba con la imprescindible ayuda de su mujer, y los fines de semana también de sus hijos, que desde bien pequeños también colaboraban en las tareas asignadas.

Tanto él como su mujer recuerdan con cariño su etapa en La Santa, si bien reconocen la dureza del trabajo, puesto que no había horarios y había que estar pendiente las 24 horas del día.

Sin embargo, comenta que lo más satisfactorio era que la gente que acudía al santuario se fuera a gusto: “No teníamos horario y atendíamos a cualquier persona que viniera”.

Pedro recuerda la cantidad de gente que acudía a visitar el santuario y dice que había días que llegó a contar hasta 35 autobuses.

Tantos años en dicho entorno dan para muchos recuerdos y anécdotas, comenta, mientras su mujer Isabel Arias López, fiel compañera desde su juventud, apunta cómo impidieron que un hombre se llevara una medalla de Santa Eulalia que arrebató de la imagen mientras disimulaba

como si rezara. Sin embargo, las vivencias que más les han calado, son las de aquellas personas que se encomendaban a Santa Eulalia. Entre estos casos, Pedro no puede olvidar el de un  hombre que había prometido ir y venir desde Cartagena descalzo, como agradecimiento por la curación de un hijo gravemente enfermo y que para que nadie impidiera su propósito llegó sin dinero. Cuando llegó desde Cartagena a la ermita, Pedro recuerda que llevaba los pies en carne viva, por lo que él se ofreció a lavarle e intentó que desistiera de su intento al ver su  situación, recomendándole que hablara con el párroco.

Tras dejarle dinero, le acompañó a coger el autobús de regreso a la ciudad portuaria. Sólo unos días después el hombre regresó a la ermita, le devolvió el dinero y volvió a Cartagena descalzo.

Otro caso que trae al recuerdo es el de una mujer, residente en Francia aunque natural de Cartagena, que cada año venía en verano a ofrecer misas por su padre fallecido. La historia de la devoción de esta familia se remontaba a mucho tiempo atrás: Cuando el padre de esta señora tenía 7 años aún no andaba y los médicos no le daban esperanzas ninguna de cura ción, por lo que la madre del pequeño (abuela de esta mujer) le ofreció a Santa Eulalia subir todo el camino de La Santa con el niño en brazos. Cuando estaba aproximadamente por la mitad del camino como el pequeño pesaba mucho paró y se sentó a descansar; en ese momento el niño hizo gestos para zafarse de su madre y que lo dejara en el suelo, y al hacerlo el pequeño empezó a caminar y terminaron el camino hasta el Santuario andando los dos juntos. La hija del hombre en el que se convirtió aquel niño acudía ahora a dedicarle cada año unas misas a su padre fallecido y además, durante sus visitas regaló varios manteles bordados para la  ermita.

En otro orden de cosas, Pedro recuerda, sobre todo en época veraniega, la cantidad de gente, en su mayoría totaneros, que veraneaban en las treinta y dos casas que había en el paraje. Rememora las veladas, cuando cada uno sacaba algo de comer y se juntaban un buen número de familias en el atrio.

O cómo, antes de que pusiesen los adoquines frente al atrio, se encargaba de regar esa zona llena de tierra, para lo que tenía que usar una larga manguera, que los chiquillos que allí había, le ayudaban a trasportar, y a cambio él los mojaba para su diversión y enfado de las madres.

Ahora que llegan las fiestas de Santa Eulalia, se hace inevitable rememorar cómo las vivía Pedro cuando él era el encargado del lugar: “Las noches previas a las romerías yo no dormía.

Era una gran responsabilidad que todo estuviera perfecto. Ya cuando en la subida la patrona descansaba en su camarín, sí me gustaba cerrar y tomarme unos vinos con los amigos y familiares”, señala.

Los tiempos han cambiado y en este sentido, recuerda cuándo él era el encargado de dar los puestos que se instalaban los días de romería, llegando a ponerse más de 200, como comenta. Dice que un año hasta vino un tren de la bruja y otra atracción infantil de caballitos, aunque después el número de puestos fue descendiendo y sólo se permitía que fueran de comida y bebida.

El 8 de diciembre tendrá de nuevo las emociones a flor de piel viendo salir de su ermita a Santa Eulalia, de la que habla con veneración: “Cuando llega el día de la bajada se me pone un nudo en la garganta. Siento una profunda emoción. Para mí cada año es como si se fuera mi ama”.

“Haber sido santero durante tantos años ha sido algo muy importante. El haber pasado por allí ha supuesto una experiencia y una formación muy grande tanto para mí como para mi familia. La Santa, para nosotros, ha sido como una segunda madre”, finaliza diciendo, mientras pasea por un lugar que va unido a tantos momentos y vivencias personales.

Redacción: totananoticias.com

(Entrevista Diciembre 2018 en LINEA LOCAL)