Hágase la luz. La implantación de los primeros sistemas de alumbrado público en Totana, por Juan Cánovas Mulero.

Hágase la luz. La implantación de los primeros sistemas de alumbrado público en Totana, por Juan Cánovas Mulero.

En la actualidad, en una etapa en la que el ser humano parece tener bajo su control las diferentes facetas en las que se desenvuelve la existencia, resulta extraño entender un mundo sin luz, una realidad de tan inmensas limitaciones, un tiempo en el que la llegada del ocaso, con la caída cada tarde del sol, se acompañaba de penumbras, sumiendo a la población en tinieblas que acentuaban una cierta sensación apocalíptica, pues, tal y como escribiera Polidoro Ripa, a principios del siglo XVII, «el miedo es hijo de la noche», un temor interiorizado y demasiadas veces real, fruto de negativas experiencias. Esta turbación a la llegada de la oscuridad que seguía al crepúsculo ha sido una constante a lo largo de la historia, incrementada en momentos de agitación o inestabilidad socio-política. En ese tiempo de sombras, del que el historiador francés Jean Delumeau en su obra El miedo en Occidente, afirmaba ser «el lugar por excelencia en que los enemigos del hombre tramaban su pérdida, tanto en lo físico como en lo moral», se suelen incrementar las actuaciones de carácter delictivo, pues escapan al dominio de la persona parte de los sucesos que en ella acaecen. Para mitigar estas circunstancias y ofrecer una mayor certidumbre surgían iniciativas encaminadas a ofrecer una tímida iluminación en los principales enclaves de villas y ciudades, aspirando a su progresiva extensión al conjunto urbano.

Los serenos, los primeros guardianes de la noche

El peso de esta inquietud llevó a los municipios a animar la creación de un cuerpo de serenos que se ocupasen de ofrecer un mínimo de luz en la oscuridad de la noche, que acompañasen los movimientos de los vecinos en casos de urgencia y ofreciesen una cierta seguridad con su presencia por las calles.

En Totana, está constatada, al menos desde el siglo XVIII, la existencia de un servicio de serenos que, mantenidos con las aportaciones de la población, atendían las  situaciones descritas. Esta fundamental tarea no siempre era debidamente recompensada lo que les obligó a reclamar al concejo en 1826 que, al menos, les proveyese del aceite necesario para iluminar los faroles con los que se alumbraban en el desempeñode su misión. Por otra parte, desde  tiempo inmemorial, además, se contaba con un cuerpo de ronda nocturna que intentaba aportar una cierta certidumbre

durante la vigilia, a la vez que se prohibían determinadas acciones en ella.

 

Proyecto para la instalación de faroles. 

 El peso de los misterios de la noche alentó a los municipios a dotarse de un sistema de iluminación público que permitiese disipar, en parte, el velo aterrador de la vigilia. Sin embargo, en lugares de menor relevancia demográfica y con reducidas perspectivas económicas, como fue la villa de Totana, estas aspiraciones se fueron dilatando en el tiempo para tomar una cierta entidad a partir de la segunda mitad del XIX.

En ese momento y al auspicio de una nueva mentalidad que se había venido configurando a lo largo del siglo y que tenía su esencia en la política reformista de la Ilustración, los regidores Francisco Camacho y Luis Pío Martínez, miembros de la comisión de Policía Urbana de la villa, planteaban en 1856 el que «una de las mejoras materiales, indispensables y necesarias a esta población, era el alumbrado, no sólo por ser Totana cabeza de Partido Judicial y carretera de Andalucía, sino porque en pueblos de menos vecindario y de menos significación que éste se hallaba establecida

dicha mejora, además de que a la comisión se le había hecho esta exigencia por varias personas respetables y de primera clase de estos vecinos».

Aceptada la propuesta por los munícipes, en acuerdo de concejo se les encomendó

a los regidores mencionados la confección de un presupuesto de gastos, así como el modo de afrontar la iniciativa. Tras la consulta a los especialistas locales, el maestro hojalatero, Pedro Serigor; el alarife, Pedro Ballester y el herrero, Juan Meca, establecieron un presupuesto cifrado en 6.172 reales.

Para atender ese gasto extraordinario se llevó a cabo «una derrama general». 

Esta iniciativa, así como la inclusión de sueldo para los serenos que se habían de ocupar del alumbramiento, fue aprobada por instancias provinciales unos días después. Según recoge un testigo de la época «se puso el alumbrado el día 20 de agosto de 1856».

Los documentos oficiales señalan que las obras concluyeron para noviembre de 1856, inaugurándose el día 18 de ese mes. La consecución de estos objetivos quedaban muy lejos de los conseguidos por otras principales ciudades, como fue la de Barcelona que para 1757 disponía de alumbrado público o la de Murcia que había implantado este servicio en la década de 1830.

 Hacia la instalación de faroles mantenidos con aceite, una iluminación opaca y de escasa difusión Este primer impulso se materializó en la construcción de faroles compuestos de unas candilejas, abastecidas con aceite vegetal y quemadas por una torcida de algodón. El servicio comenzó funcionando un reducido número de horas, las más oscuras del invierno, suprimiéndose en las de luna llena, sobre todo en primavera y en verano. En 1865 el alumbrado público estuvo en activo tan sólo 16 noches al año, y durante seis horas cada noche, periodo que duró «el oscuro de la luna». Posteriormente, sobre todo, a partir de 1868, pasó a estar en funcionamiento 180 noches, en las que se consideraba que la luna no iluminaba convenientemente. Con posterioridad a esta fecha el servició fue arrendado, subastándose anualmente a través de un concreto pliego de condiciones. Las frecuentes dificultades económicas del municipio hicieron que en numerosas ocasiones fuese el propio concejo el que gestionase directamente el servicio.

En estos casos eran los serenos los encargados «del encendido y avivamiento de cada uno de los faroles», a lo largo de la noche. Para ello disponían de escalera, alcuza y torcidas de algodón.

A la vez que el concejo les suministraba capotes con los que soportar el frío de las noches invernales e incrementaba su sueldo para compensar la dureza de la tarea. En 1889 se presupuestan 2.555 pesetas para atender el salario de siete serenos.

Para un alumbrado más particular se recurrió a la iluminación con acetileno o lámpara de carburo. Este sistema, usado en la minería, fue también empleado cuando era necesario atender el riego nocturno de campos y huertos.

Se basaba en permitir el contacto del agua con el carburo, lo que producía el gas acetileno, del que se emitía una llama muy luminosa. Además ofrecía una cierta autonomía lumínica pues con el agua suficiente para un kilo de carburo de calcio era posible obtener iluminación para 24 horas.

 Avanzado el siglo XIX se mejoraba el servicio de alumbrado público, sustituyendo para ello el aceite por gas, a la vez que se ampliaba el número de faroles en la población hasta llegar al centenar de ellos. De esta manera se conseguía mitigar la opacidad de la noche. La llegada de la electricidad abría importantes posibilidades.

Juan Cánovas Mulero